martes, 1 de abril de 2014

Angustia y Creatividad 2

La experiencia de la angustia y su significado. Desde el enfrentamiento a la asimilación 

Pero la angustia también puede ser vista como algo natural, como un tránsito de la psique entre un proceso y otro, como una momentánea estrechez, o como un canal de parto que hay que superar. De la misma manera que es posible concebir la angustia como algo inevitable, o quizás evitable a un precio mayor que el de esa estrechez o ese agolpamiento de señales.

Desde un cierto punto de vista, y sólo en clave de hipótesis, podemos decir que el ser humano no se diferencia en cuanto a la angustia, pues al parecer ésta le constituye en uno de sus momentos cruciales, sino en las maneras que tiene de tratar de enfrentarse a ella, ora mitigándola (ésa es la intención), de suavizar sus efectos, o de desembarazarse definitivamente de ella.

Así que la cuestión de la angustia, como tantas otras cosas que suceden al hombre, es una cuestión de interpretación. Si la angustia es natural, o inevitable, entonces quizá la pregunta pasará a ser: ¿y yo, qué me hago con ella? Ésa es probablemente la pregunta que se hizo el primer homínido al descender de los árboles, y luego erguirse, y luego empujar su propio bios hasta que se establecieron mejoras consistentes en sus órganos perceptivos: para pasar a ver y escrutar el entorno; para pasar a discutir el alimento a los otros animales que se iba encontrando en campo abierto; para pasar a cocinar y reservar el excedente alimentario; para irrumpir con gritos que,  ahora ya, gracias al empuje de la angustia, designaban cosas y eventos e identidades hasta hacer con ello florecer el lenguaje. Y ésta es la pregunta que, tras muchas jornadas de tribulación, debieron de hacer Adán y Eva a la serpiente: ¿qué hay más allá de esta angustia que llevo dentro?

Puede que las cosas se hayan producido de este modo. La angustia no sólo no ha impedido sino que probablemente haya incitado movimientos, viajes, cambios de perspectiva, que sin ella no se hubieran producido.

Desde ese punto de vista la angustia es el auténtico motor oculto de la psique, de toda pretensión novedosa, de todo descubrimiento, de todo des-velamiento del ser. Sin la angustia, o sin contar con ella (es decir, viviendo ‘contra’ ella), el arborícola seguirá siendo arborícola, y no va a hallar la motivación que le ayude a tomar el camino del descenso y adentrarse al fin en campo abierto.

La angustia, y nos referimos a la angustia definitiva, la que incumbe, la que con su inminencia y arraigo elimina toda fe en su desaparición, tiene un efecto que en lugar de ser devastador (como lo sería para quien creyera en la posibilidad de un futuro sin angustia) acaba por ser paradójicamente esperanzador. Y no se trata de una esperanza máxima y grandilocuente (un mundo sin estrechez y sin agobio), sino más bien esperanzador en sentido íntimo y minimal: ya que, haga lo que haga, la angustia estará allí donde esté yo, entonces puedo alentar aquella libertad de decidir, de transformar, de efectuar movimientos, que antes me estaba vedada.

Puede entonces que no haya salvación de la angustia. Ya antes hemos mencionado incluso el tremendo precio que habremos de pagar por luchar contra ella, junto a sus infaustas consecuencias.

Pero todavía quedan posibilidades para esquivar el carácter definitivo con que se nos presenta. Puede, en esas ocasiones, que no queramos ni podamos luchar contra la estrechez, pues de momento y desde hace mucho tiempo se nos muestra como inevitable, pero siempre queda el futuro… Ahora me tengo la angustia, pero si mantengo la fe en un extraño pero compartido procedimiento que me promete librarme de ella, vendrá el día que la angustia desaparecerá, como se disipa la niebla tras el sol de la mañana. Hay que concentrarse, pues, en esa fe, en esa esperanza de un futuro libre de este  insoportable agobio. Así que noto la angustia, pero lo demás desaparece, desaparecen el cielo y la tierra, el bien y el mal, y el mismo cuerpo estremecido… Dejo de atender a los astros y al cuerpo y los supedito a la fe, a la promesa que resarcirá el inconmensurable sacrificio de mi presencia efectiva. Y si no está mi presencia, tampoco está la presencia del otro, sólo tolerada si no entorpece mi camino hacia la fe…

Sin lugar a dudas, la esperanza en un futuro sin angustia, esperanza por otro lado tan humana,  también precipita curiosos fenómenos psíquicos, como por ejemplo las premoniciones y la superstición: el radiante futuro va a cumplirse si no hago esto, o no toco aquello, o quizá no subo en ascensor, o no viajo, o no acudo a espacios abiertos, o cerrados. El secuestro del presente a cargo de un futuro prometedor y deseable es el mayor precio de la fobia, pero también de la histeria y de la hipocondría.

En la histeria se anticipa un futuro erótico o cualquier otro deseo (que, como hemos visto, sólo será real en un futuro) pero como si se tratase de un anuncio, o de un trailer de una película todavía no rodada. De ahí la desconexión expresiva, a veces exaltada, otras veces ridícula, casi siempre entremezclada de sufrimiento, como a resaltar la incapacidad de anticipar un evento que sólo va a suceder más adelante. Y lo peor es que el tiempo pasa igualmente, ignaro de la fe y de los sacrificios, y la acumulación de anhelos anticipados y no cumplidos desgarra la conciencia y la obliga a reducirse a minúsculo reducto de sí misma: el reducto de una fe que me obliga a marchitarme en la infructuosa espera. Y sé que es absurdo, lo reconozco, pero a este punto no se puede volver atrás…

La escena por ese camino va volviéndose cada vez más insincera y poco creíble… El tiempo pasa, impasible, y los antiguos votos pretenden darse una última oportunidad. O ahora o basta… Y baja el telón.

En la hipocondría también anticipo. Anticipo la enfermedad. Sólo que, además de anticipar, confino el dolor futuro en un lugar localizable. Con esa actitud, los médicos se ven obligados a verificar las hipótesis de enfermedad que les planteo, mas, al no tener enfermedad actual, tampoco pueden descartarla en el futuro, a pasar de la determinación con que pretendo exigirlo. Por ese camino el hipocondríaco, insatisfecho por ese hallazgo mágico que no se produce, deja de acudir a médicos y a hospitales, y con el exiguo resto de fe que le queda, acaba por establecer (con una convicción que puede llegar a ser pasmosa), que un león habita en su cabeza, o cualquier otra aseveración igual de inverosímil, puesto que, rotos finalmente los puentes con la angustia neurótica, es más fácil deslizarse hacia las tierras de la psicosis, donde sólo valen el convencimiento y la autosugestión.

Algo hay entonces en el ser humano que le impulsa en una dirección contraria al dolor y el sufrimiento. De nuevo, es muy humano que así sea. Y si la angustia procura dolor y sufrimiento, entonces hay que ir en dirección contraria a ella. El problema estriba en saber dónde está esa dirección contraria. Normalmente, se tiende a interpretar que la dirección contraria es hacia atrás, hacia un pasado que habrá causado el malestar actual. Es como si el homínido, una vez consumado su descenso al suelo y haber comenzado a andar, interpretase que sus movimientos en campo abierto, al procurarle miedos, dolor y angustia, son la razón última de su desazón y volviera sobre sus pasos para evitar el dolor que por su intrepidez se causó a sí mismo. El problema es que, por un lado, esa vuelta atrás parece no existir y, por otro lado, si existiera, no significaría una vuelta atrás respecto del dolor y la angustia, puesto que en los árboles, en el territorio primigenio de los homínidos, estos también anidaban.

Por añadidura, el mito del eterno retorno, que es el que conduce esta irracional vuelta atrás en una huida de la angustia actual, requiere alimentar la fantasía de que el mundo que en su día abandonamos, va a permanecer tal como lo habíamos dejado.  Esa fantasía es muy potente pero, desgraciadamente, no es empírica. Basta desandar un pequeño tramo del camino para comprobar que todo en la vida se mueve, incluso lo que dejamos atrás. Así que el mito del eterno retorno parece contener tres vocablos de energía decreciente, donde el último, el retorno, se nos sugiere como incapaz de subsistir por sí mismo, y solamente como equipaje de los dos anteriores.

A pesar de ello, cuando finalmente el citado mito se instala en la psique de forma estable, aparecen en el terreno psíquico afectado por aquél dos derivaciones bien conocidas y, no por ello, menos gravosas. Cuando ese potencial que contiene se estrella en la tozuda realidad, es muy fácil deducir que algo habremos hecho mal en las maniobras de aterrizaje. Entonces acude una infinita sensación de culpa (por estar asidos más a la idea de retorno que a la experiencia factual), que se acompaña de una clamorosa sensación de incapacidad, de un descalabro del curso de pensamiento, del movimiento, y de reconocerse mínimamente como personas que gozan de valores y sentimientos propios. A partir de ahí ya sólo pretendo permanecer callado, inmóvil, vaciado de toda experiencia humana, pues se ha mostrado a las claras mi total indignidad, y purgar mi culpa hasta donde el mito prescriba. Mientras tanto, la depresión indica que no tengo adónde ir, porque ya no voy a ir nunca más a lugar alguno, por haber extraviado el camino de vuelta encarnado por el mito.

Pero quizá es peor aún la otra versión de la misma dinámica psíquica en torno al mito del eterno retorno. Ahora parece que entre el mito y yo no haya ninguna distancia. Puedo hacer, decidir, inaugurar cualquier acto o movimiento que se vislumbre en mi conciencia. Inmensamente confortado por una confianza ciega (por estar fundido con el mito) en mis posibilidades, puedo improvisar novedades en cualquier dirección (ideas, actos, proyectos, compras), porque sólo existen consecuencias si noto que puedo perder el control, mas esa extrema proximidad con el mito me persuade de que eso no va a ocurrir, porque siempre podré volver atrás, o detener la marcha. El mito que piloto o cabalgo con tanta pericia tiene ese potencial de volver atrás, tanto espacial como temporalmente. Así que si algo sale mal, borrón y cuenta nueva. Ahora es el momento de correr, de volar…

Sólo que empiezo a cansarme en un determinado momento de esa huida que ahora veo irrefrenable, de ese aceleramiento y de todas esas novedades que tanto prometen cuanto veloz es su desaparición. Y el aeroplano parece que haya enloquecido y aumente su velocidad exponencialmente, como si hubiera perdido la ruta y el mito que la sostenía, todo a la vez.  Mientras, mi energía va perdiendo enteros a gran ritmo y siento el vértigo de la espera de un impacto seguro contra algo, o de estallar en mí mismo, o así llego a desearlo con todas mis fuerzas, pues no veo otra forma de detener el enloquecido artilugio.

Verdaderamente, hay pocos eventos en la psique que desgasten más que la experiencia de una agitación maniacal…

Autor: Dr. Ricardo Carretero G.
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