sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 4/7

3. El encuentro y el lenguaje

“Si nos preguntáramos qué busca el hombre, qué desea realmente, veríamos que lo que quiere no es en absoluto lo que suponía Voltaire. Él creía que los hombres deseaban la felicidad, la satisfacción, la paz, pero esto no era cierto. Lo que ansiaban era hacer funcionar todas sus facultades del modo más pleno, de la manera más violenta posible. Deseaban crear, hacer, y si este hacer conducía al choque, si los llevaba a la guerra, a luchar, esto era entonces parte de la condición humana. El hombre colocado en un jardín à la Voltaire, en uno reducido y podado, en uno cultivado por algún sabio philosophe conocedor de la física, la química y la matemática, y de todas las ciencias que los enciclopedistas recomendaban, sería un hombre muerto en vida." Isaiah Berlin


Como es de suponer, el encuentro terapéutico, que, en su vertiente de lenguaje, vamos a llamar diálogo terapéutico, aparte de estar fundamentado en el dolor, en la búsqueda de alivio de éste, y de enmarcarse en un ámbito psicopatológico, contendrá muchas otras cosas.

Tras el plano del dolor y de la psicopatología, acontece la vivencia individual, en toda su extensión. El lenguaje psicoterapéutico, pues, distribuye el diálogo en dos individuos que comunican entre sí. Esa comunicación, o “puesta en común” del lenguaje, obligará a cada individuo, en primer término, a enraizar su discurso en lo que le es propio, en su entera dimensión individual. A partir de ahí, a partir de ese momento de cruce de unicidades, paciente y terapeuta relatarán vicisitudes de su mundo particular (cada uno desde su posición efectiva en el encuentro), en lo que concierne al dolor, a veces a través de la psicopatología, pero también en lo que concierne a la propia individualidad y sin que participe ninguno de los “motivos” apenas reseñados. Así, el individuo, especialmente el paciente, abre su lenguaje hacia áreas tales como la manera de ser, las aficiones, las inclinaciones, su visión del mundo, su entera memoria, su situación actual, sus proyectos.

Pero, de nuevo, todo va a depender del tipo de encuentro. Quiere esto decir que, según la modalidad del encuentro, va a ser posible que los interlocutores (en particular, el paciente) abrace todas estas temáticas con soltura y libertad. Quizá se haya  tratado mucho el lenguaje desde la dimensión individual, desde una diferenciación de base tomada al pie de la letra. En esa óptica, el lenguaje del paciente ha sido reducido en muchas ocasiones a mera expresión psicopatológica, y el lenguaje del terapeuta a mera expresión técnica, existiendo para éste a menudo indicaciones, precauciones y sugerencias sobre el tipo de lenguaje a emplear, siempre según las características del paciente (subsumidas de la psicopatología) y según las escuelas de psicoterapia que le sirvan de apoyo.

Pero existe igualmente la lengua, el lenguaje del encuentro, que pone en circulación, si dicho encuentro es positivo, toda la espera del ser, todos sus planos, tanto en el paciente como en el terapeuta. Ese contacto positivo hace que el dolor, la psicopatología y los instrumentos técnicos del terapeuta, se relativicen frente a un hecho más general y de mayor importancia: el encuentro humano que, acogiendo la demanda inicial  y a expensas de todo discurso psicopatológico, recoge esa fundamentación y la pone en una línea de partida, desplegándose el lenguaje en la dirección del ser y del sentido, es decir, proponiéndose cruzar la frontera patológica, para instalar su meta en la experiencia del encuentro mismo, es decir, deslizándose paulatinamente hacia la individuación. Todo proceso psicoterapéutico sería, entonces, la plasmación en lenguaje psíquico del encuentro entre dos seres humanos,  que trascienden su papel como terapeuta o paciente en la relación,  para encaminarse progresivamente hacia la relación posible entre seres humanos, recogiendo el fruto de sus transformaciones.

Desde luego, en un principio las figuras de terapeuta y paciente deben de estar muy claras. El dolor, la psicopatología, la personalidad: hay que comprender, escuchar, dejar que salga la expresión (o la impresión) del dolor. El terapeuta debe tomar cura de esa fundamentación de la demanda, la cual le fundamenta también a sí mismo. Estamos al principio, en una fase que Jung denominó fase de confesión, y a la que le admitió procedencia freudiana. Obviamente, si el lenguaje del encuentro sigue pacientemente esas vías de escucha de la expresión e impresión del dolor, el paciente con frecuencia elige una forma de relacionarse que podemos llamar parental, es decir, se relaciona con el terapeuta como, en otra escala y en otro tiempo, se relacionó o pretendió relacionarse con sus padres o con las figuras familiares que ejercieran ese papel. Se inaugura así la llamada transferencia, es decir, el trasvase imaginal de material relacional entre paciente y terapeuta a una metaforización de la relación hijo-padres, haciendo coexistir momentáneamente ambas formas de relación.

Se ha dado muchas vueltas a este asunto. Se ha hablado, entre otras cosas, de transferencia positiva o negativa, de transferencia en su relación con la contratransferencia. Probablemente, todo dependa del dolor: el dolor está emparentado con la sed, con el hambre, con la curiosidad, con cualquier tipo de apetencia no satisfecha. La persona que percibe esas impelentes necesidades, espera de una u otra forma una satisfacción, un aplacamiento, un alivio. Cualquier persona capaz de vehicular o acompañar la satisfacción en otra de esas necesidades, será captada por la primera como parte de su familia, de su parentela. Eso es lo que explica el nacimiento y posible persistencia de los vínculos familiares, de los vínculos producidos por la amistad y  por el amor. Todos ellos dan fe de la secreta esperanza de que las relaciones significativas sean capaces de acompañar el alivio de las necesidades básicas.

Bien, como ya hemos dicho, la psicoterapia es un modelo de relación que, partiendo del dolor del paciente, se instituye bajo la premisa de la búsqueda de un alivio, para conducirse luego hacia la panorámica existencial y la búsqueda del sentido, en un camino progresivo que Jung denominó “proceso de individuación”. En un principio, pues, el lenguaje de la relación terapéutica, que inicia por la expresión e impresión del dolor del paciente y la escucha atenta y partícipe del terapeuta, esconde ya un modelo transferencial en el que están implicados tanto el paciente como el terapeuta. En verdad, si pensamos que esas posiciones  del comienzo se desarrollan en una suerte de confesión, para que ésta se produzca va a ser necesario que ejecuten su papel tanto el que se confiesa como el que se posiciona en el papel de confesor. Queremos decir que, desde el principio de la escucha del dolor, la psique del terapeuta ya sea mueve –junto a la psique del paciente- en un orden transferencial. La transferencia, así, podemos comprenderla desde su esencia de lenguaje, un lenguaje que da voz a la dinámica transferencial que acontece a ambos lados de la relación, en ambas psiques, de manera contemporánea. Será un lenguaje hecho de voces y de silencios, en el que la expresión del dolor y la demanda y,  por otro lado, la escucha, el acoger y la primera comprensión, traduce desde el principio la esencia de un lenguaje transferencial.

Desde luego, en la psique de los dos interlocutores que comienzan el diálogo psicoterapéutico, existen otros factores que acompañan al dolor y a la escucha del dolor. “La psique es mundo”, que dijo Jung. Por lo tanto, un sinfín de particularidades de ambos lados, muchas de ellas no emparentadas con el dolor ni la psicopatología, van a cruzarse en el lenguaje transferencial. Y nótese que ya hemos denominado diálogo psicoterapéutico a la psicoterapia. La definición de diálogo es la que nos permite pensar en el lenguaje, en la transferencia desde una panorámica dual, no escindida. Todo lo que sucede a una psique está relacionado con lo que le sucede a la otra. Los factores predeterminantes que hasta ahora se han señalado como los más importantes, el dolor y la psicopatología en el paciente, deberán relacionarse con la personalidad y el perfil del terapeuta. El diálogo, en efecto, recalará en ambos, de la misma forma que procede de ellos y, a su vez, los transforma.    

En la primera fase de la psicoterapia, pues, el diálogo despliega un lenguaje que parte del dolor y la psicopatología (con su escucha y acogimiento respectivos) y que se encamina ya al cruce de personalidades, por lo pronto enmarcadas en una dinámica transferencial y de confesión pero que se deslinda hacia el conocimiento mutuo y la puesta en acto de la empatía. Este fenómeno de la empatía, hasta ahora definido sólo como la capacidad del terapeuta de “sentir” o “compartir” el dolor del paciente, habría de ser comprendido en ambas direcciones. En efecto, no hay que menospreciar las dotes de los pacientes de “intuir” el dolor que proviene de la experiencia y las vivencias del terapeuta. La empatía, además, no es una capacidad abstracta: se desarrolla, si es que se desarrolla, en una determinada situación dinámica, nunca en el vacío ni en la mera subjetividad. Y esa intuición mezclada de la facultad de compartir el dolor y los demás sentimientos del otro, se inscribe en el lenguaje del encuentro dejando que, sea cual sea la voz o el gesto que inaugura una temática, ésta sea recogida por el otro “como si fuera propia”. Ese participar efectivamente de lo expuesto por el otro, hasta considerarlo como si fuera propio, es decir, tratado con toda la cautela y el afecto que se deposita en lo propio, no es sólo materia necesaria para instaurar cualquier tipo de diálogo, sino que además, una vez trasladada al lenguaje del encuentro y del diálogo terapéutico, posee claras virtudes terapéuticas.

Desde luego, el proceso terapéutico no puede ser concebido como una eliminación del dolor y del sentimiento, esto es, como una erradicación de los sentimientos y vicisitudes que crean inquietud y desazón a la psique. En eso estribaría un procedimiento de naturaleza mágica o bien de naturaleza quirúrgica. No, la psicoterapia es realmente efectiva sin tener que apelarse a la extirpación del mal, puesto que la psicodinámica engulle definitivamente el concepto de “mal”, de lo maligno. La psicodinámica concierne a las funciones psíquicas, a los complejos, a los núcleos patógenos entendidos como “cargas energéticas”, producto de la descompensación o del “retorno de lo reprimido”. Quiere esto decir que a la psicoterapia de corte dinámico le basta “desactivar” ese exceso de carga energética, “rebajar la inervación de un complejo”, descubrir la relación entre negación y re-presentación de lo negado (en clave freudiana), para que lo patógeno (que es tal sólo en función de la carga, predominio, negación, inervación), aun no desapareciendo como material psíquico, se convierta en no patógeno.

Por eso juega un papel tan relevante, en la primera fase de una psicoterapia, el lenguaje que se cruza en el encuentro terapéutico. El conjunto de confesión, dinámica transferencial y empatía, se ubica en el área de lo dual, del compartir, de callar o de hablar, de esperar y de escuchar, desubicando la psique de cada interlocutor del aislamiento y poniéndola en relación terapeuta-paciente, es decir, trasladando a las psiques a un espacio y a un tiempo compartidos, sin eliminar por ello la distinción de base que les ha llevado hasta allí, pero sin ocultar tampoco esa similitud de fondo (la similitud que procede del consenso que se establece sobre la importancia que tiene para el ser humano la experiencia vivida por el otro, independientemente de las circunstancias). De ese consenso y de esa confianza en el “valor” de la experiencia del otro, va a depender todo el lenguaje que aparece desde el principio de la psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 5/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
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