3. El encuentro y el lenguaje
“Si nos preguntáramos qué busca el hombre, qué desea realmente, veríamos
que lo que quiere no es en absoluto lo que suponía Voltaire. Él creía que los
hombres deseaban la felicidad, la satisfacción, la paz, pero esto no era
cierto. Lo que ansiaban era hacer funcionar todas sus facultades del modo más
pleno, de la manera más violenta posible. Deseaban crear, hacer, y si este
hacer conducía al choque, si los llevaba a la guerra, a luchar, esto era
entonces parte de la condición humana. El hombre colocado en un jardín
à la
Voltaire, en uno reducido y podado, en uno cultivado por algún sabio
philosophe
conocedor de la física, la química y la matemática, y de todas las ciencias que
los enciclopedistas recomendaban, sería un hombre muerto en vida."
Isaiah Berlin
Como es de suponer, el encuentro terapéutico, que, en
su vertiente de lenguaje, vamos a llamar
diálogo terapéutico, aparte de
estar fundamentado en el dolor, en la búsqueda de alivio de éste, y de
enmarcarse en un ámbito psicopatológico, contendrá muchas otras cosas.
Tras el
plano del dolor y de la psicopatología, acontece la vivencia individual, en
toda su extensión. El lenguaje psicoterapéutico, pues, distribuye el diálogo en
dos individuos que comunican entre sí. Esa comunicación, o “puesta en
común” del lenguaje, obligará a cada individuo, en primer término, a enraizar
su discurso en lo que le es propio, en su entera dimensión individual. A partir
de ahí, a partir de ese momento de cruce de unicidades, paciente y terapeuta
relatarán vicisitudes de su mundo particular (cada uno desde su posición
efectiva en el encuentro), en lo que concierne al dolor, a veces a través de la
psicopatología, pero también en lo que concierne a la propia individualidad y
sin que participe ninguno de los “motivos” apenas reseñados. Así, el individuo,
especialmente el paciente, abre su lenguaje hacia áreas tales como la manera de
ser, las aficiones, las inclinaciones, su visión del mundo, su entera memoria,
su situación actual, sus proyectos.
Pero, de
nuevo, todo va a depender del tipo de encuentro. Quiere esto decir que, según
la modalidad del encuentro, va a ser posible que los interlocutores (en
particular, el paciente) abrace todas estas temáticas con soltura y libertad.
Quizá se haya tratado mucho el lenguaje
desde la dimensión individual, desde una diferenciación de base tomada al pie
de la letra. En esa óptica, el lenguaje del paciente ha sido reducido en muchas
ocasiones a mera expresión psicopatológica, y el lenguaje del terapeuta a mera
expresión técnica, existiendo para éste a menudo indicaciones, precauciones y
sugerencias sobre el tipo de lenguaje a emplear, siempre según las
características del paciente (subsumidas de la psicopatología) y según las
escuelas de psicoterapia que le sirvan de apoyo.
Pero
existe igualmente la lengua, el lenguaje del encuentro, que pone en
circulación, si dicho encuentro es positivo, toda la espera del ser, todos sus
planos, tanto en el paciente como en el terapeuta. Ese contacto positivo hace
que el dolor, la psicopatología y los instrumentos técnicos del terapeuta, se
relativicen frente a un hecho más general y de mayor importancia: el encuentro
humano que, acogiendo la demanda inicial
y a expensas de todo discurso psicopatológico, recoge esa fundamentación
y la pone en una línea de partida, desplegándose el lenguaje en la dirección
del ser y del sentido, es decir, proponiéndose cruzar la frontera patológica,
para instalar su meta en la experiencia del encuentro mismo, es decir,
deslizándose paulatinamente hacia la individuación. Todo proceso
psicoterapéutico sería, entonces, la plasmación en lenguaje psíquico del
encuentro entre dos seres humanos, que
trascienden su papel como terapeuta o paciente en la relación, para encaminarse progresivamente hacia la
relación posible entre seres humanos, recogiendo el fruto de sus
transformaciones.
Desde
luego, en un principio las figuras de terapeuta y paciente deben de estar muy
claras. El dolor, la psicopatología, la personalidad: hay que comprender,
escuchar, dejar que salga la expresión (o la impresión) del dolor. El terapeuta
debe tomar cura de esa fundamentación de la demanda, la cual le fundamenta
también a sí mismo. Estamos al principio, en una fase que Jung denominó fase
de confesión, y a la que le admitió procedencia freudiana. Obviamente,
si el lenguaje del encuentro sigue pacientemente esas vías de escucha de la
expresión e impresión del dolor, el paciente con frecuencia elige una forma de
relacionarse que podemos llamar parental, es decir, se relaciona con el
terapeuta como, en otra escala y en otro tiempo, se relacionó o pretendió
relacionarse con sus padres o con las figuras familiares que ejercieran ese
papel. Se inaugura así la llamada transferencia, es decir, el trasvase imaginal
de material relacional entre paciente y terapeuta a una metaforización de la
relación hijo-padres, haciendo coexistir momentáneamente ambas formas de
relación.
Se ha dado
muchas vueltas a este asunto. Se ha hablado, entre otras cosas, de
transferencia positiva o negativa, de transferencia en su relación con la
contratransferencia. Probablemente, todo dependa del dolor: el dolor está
emparentado con la sed, con el hambre, con la curiosidad, con cualquier tipo de
apetencia no satisfecha. La persona que percibe esas impelentes necesidades,
espera de una u otra forma una satisfacción, un aplacamiento, un alivio.
Cualquier persona capaz de vehicular o acompañar la satisfacción en otra de
esas necesidades, será captada por la primera como parte de su familia,
de su parentela. Eso es lo que explica el nacimiento y posible persistencia de
los vínculos familiares, de los vínculos producidos por la amistad y por el amor. Todos ellos dan fe de la secreta
esperanza de que las relaciones significativas sean capaces de acompañar el
alivio de las necesidades básicas.
Bien, como
ya hemos dicho, la psicoterapia es un modelo de relación que, partiendo del
dolor del paciente, se instituye bajo la premisa de la búsqueda de un alivio,
para conducirse luego hacia la panorámica existencial y la búsqueda del
sentido, en un camino progresivo que Jung denominó “proceso de individuación”.
En un principio, pues, el lenguaje de la relación terapéutica, que inicia por
la expresión e impresión del dolor del paciente y la escucha atenta y partícipe
del terapeuta, esconde ya un modelo transferencial en el que están implicados
tanto el paciente como el terapeuta. En verdad, si pensamos que esas
posiciones del comienzo se desarrollan
en una suerte de confesión, para que ésta se produzca va a ser necesario que
ejecuten su papel tanto el que se confiesa como el que se posiciona en el papel
de confesor. Queremos decir que, desde el principio de la escucha del dolor, la
psique del terapeuta ya sea mueve –junto a la psique del paciente- en un orden
transferencial. La transferencia, así, podemos comprenderla desde su esencia de
lenguaje, un lenguaje que da voz a la dinámica transferencial que acontece a
ambos lados de la relación, en ambas psiques, de manera contemporánea. Será un
lenguaje hecho de voces y de silencios, en el que la expresión del dolor y la
demanda y, por otro lado, la escucha, el
acoger y la primera comprensión, traduce desde el principio la esencia de un
lenguaje transferencial.
Desde
luego, en la psique de los dos interlocutores que comienzan el diálogo
psicoterapéutico, existen otros factores que acompañan al dolor y a la escucha
del dolor. “La psique es mundo”, que dijo Jung. Por lo tanto, un sinfín de
particularidades de ambos lados, muchas de ellas no emparentadas con el dolor
ni la psicopatología, van a cruzarse en el lenguaje transferencial. Y nótese
que ya hemos denominado diálogo psicoterapéutico a la psicoterapia. La
definición de diálogo es la que nos permite pensar en el lenguaje, en la
transferencia desde una panorámica dual, no escindida. Todo lo que sucede a una
psique está relacionado con lo que le sucede a la otra. Los factores
predeterminantes que hasta ahora se han señalado como los más importantes, el
dolor y la psicopatología en el paciente, deberán relacionarse con la
personalidad y el perfil del terapeuta. El diálogo, en efecto, recalará en
ambos, de la misma forma que procede de ellos y, a su vez, los transforma.
En la primera fase de la
psicoterapia, pues, el diálogo despliega un lenguaje que parte del dolor y la
psicopatología (con su escucha y acogimiento respectivos) y que se encamina ya
al cruce de personalidades, por lo pronto enmarcadas en una dinámica
transferencial y de confesión pero que se deslinda hacia el conocimiento mutuo
y la puesta en acto de la empatía. Este fenómeno de la empatía, hasta
ahora definido sólo como la capacidad del terapeuta de “sentir” o “compartir”
el dolor del paciente, habría de ser comprendido en ambas direcciones. En
efecto, no hay que menospreciar las dotes de los pacientes de “intuir” el dolor
que proviene de la experiencia y las vivencias del terapeuta. La empatía,
además, no es una capacidad abstracta: se desarrolla, si es que se desarrolla,
en una determinada situación dinámica, nunca en el vacío ni en la mera
subjetividad. Y esa intuición mezclada de la facultad de compartir el dolor y
los demás sentimientos del otro, se inscribe en el lenguaje del encuentro
dejando que, sea cual sea la voz o el gesto que inaugura una temática, ésta sea
recogida por el otro “como si fuera propia”. Ese participar efectivamente de lo
expuesto por el otro, hasta considerarlo como si fuera propio, es decir,
tratado con toda la cautela y el afecto que se deposita en lo propio, no es
sólo materia necesaria para instaurar cualquier tipo de diálogo, sino que
además, una vez trasladada al lenguaje del encuentro y del diálogo terapéutico,
posee claras virtudes terapéuticas.
Desde
luego, el proceso terapéutico no puede ser concebido como una eliminación del
dolor y del sentimiento, esto es, como una erradicación de los sentimientos y vicisitudes
que crean inquietud y desazón a la psique. En eso estribaría un procedimiento
de naturaleza mágica o bien de naturaleza quirúrgica. No, la psicoterapia es
realmente efectiva sin tener que apelarse a la extirpación del mal, puesto que
la psicodinámica engulle definitivamente el concepto de “mal”, de lo maligno.
La psicodinámica concierne a las funciones psíquicas, a los complejos, a los
núcleos patógenos entendidos como “cargas energéticas”, producto de la
descompensación o del “retorno de lo reprimido”. Quiere esto decir que a la
psicoterapia de corte dinámico le basta “desactivar” ese exceso de carga
energética, “rebajar la inervación de un complejo”, descubrir la relación entre
negación y re-presentación de lo negado (en clave freudiana), para que lo
patógeno (que es tal sólo en función de la carga, predominio, negación,
inervación), aun no desapareciendo como material psíquico, se convierta en no
patógeno.
Por eso
juega un papel tan relevante, en la primera fase de una psicoterapia, el
lenguaje que se cruza en el encuentro terapéutico. El conjunto de confesión,
dinámica transferencial y empatía, se ubica en el área de lo dual, del
compartir, de callar o de hablar, de esperar y de escuchar, desubicando la
psique de cada interlocutor del aislamiento y poniéndola en relación
terapeuta-paciente, es decir, trasladando a las psiques a un espacio y a un
tiempo compartidos, sin eliminar por ello la distinción de base que les ha
llevado hasta allí, pero sin ocultar tampoco esa similitud de fondo (la similitud
que procede del consenso que se establece sobre la importancia que tiene para
el ser humano la experiencia vivida por el otro, independientemente de las
circunstancias). De ese consenso y de esa confianza en el “valor” de la
experiencia del otro, va a depender todo el lenguaje que aparece desde el
principio de la psicoterapia. (Clic aquí para pasar a 5/7.)
Autora:
Dra. Guadalupe de la Cruz M.