Una vez encaminadas las vías del esclarecimiento, el
encuentro, ya perfectamente instalado en una dimensión de comprensión de la
situación psíquica que lo ha puesto en marcha (el dolor, la psicopatología,
confesión y esclarecimiento, orden general e individual), suele encaminarse
hacia terrenos de combinación de materiales psíquicos entre terapeuta y
paciente con el ánimo de que algo nuevo acontezca. En definitiva, de
poco serviría el confesar la problemática, e incluso esclarecer la naturaleza
de su génesis y definición, si no pudiéramos pensar que de ello iba a derivarse
una –aun mínima- transformación de la personalidad. En efecto, fruto de la
confesión y el esclarecimiento, la psique va ensanchando su campo de conciencia
con materiales provenientes de la reflexión, de la integración y de la
asimilación. Ese ensanchamiento, que Jung denominó la educación psíquica
y que nosotros podemos definir como fase del horizonte simbólico,
es otra fase del lenguaje del diálogo sobre la cual recaen algunas reticencias.
Las
reticencias de las que estamos hablando son siempre de preocupación por la
influencia a la que el terapeuta puede someter al paciente. A nuestra manera de
entender, en psicoterapia, como por ende en cualquier terapia o en cualquier
arte, la prudencia y la gestión a cargo de la conciencia deben estar
aseguradas. Eso es claro, así como debe encauzarse desde el principio el nivel
sobre el que tenemos que modular el encuentro. Ese encuentro debe ser
terapéutico, pero la psique no es un mero amasijo de órganos mal conocidos:
participa de una permeabilidad y transformabilidad sin igual en el reino de la
materia estable; aparece un complejo, se inerva energéticamente, desequilibra
el conjunto, y la operación resultante es el aparecer de una transformación
patológica. De la misma manera, desde el dolor (siempre desde él y hasta el
final), podemos imaginar el proceso psicoterapéutico como un proceso que
esclarece las dinámicas psíquicas y que, por lo tanto, puede restablecer los
flujos de dinámicas intrapsíquicas antes sometidas e impedidas por el influjo
del complejo cargado. El restablecimiento del funcionalismo psíquico se genera
siempre en psicoterapia a través de una experiencia dolorosa, llamémosle
fracaso, culpa, neurosis o delirio. El funcionalismo que vuelve a poder operar
ya no va a hacerlo como si el dolor no hubiera existido nunca, sino
precisamente a partir de él. Esa es la primera transformación. Si el
encuentro sigue adelante, y sabemos que la transformación psíquica precisa,
aparte del nivel de la conciencia, de un territorio sobre el que experimentar,
bien podemos imaginar que la psique seguirá un camino de transformación
ulterior gracias a la experiencia y puesta en marcha de ese funcionalismo
restablecido si lo ponemos en relación a un territorio novedoso.
¿Cuál es
la finalidad de esa segunda transformación? ¿Por qué no interrumpir la
psicoterapia una vez llegado el esclarecimiento psicopatológico? Pues porque en
el diálogo, a la psique le ocurre algo parecido a lo que le sucede a un lector
que está enfrentándose a una novela. Después del comienzo, puestos el marco y
la exposición de la trama narrativa, alcanzado pues el nudo, el lector quiere
un desarrollo y un desenlace. Al lector, se diría, le apetece sorprenderse, le
apetece alcanzar vivencias novedosas, aprender e introducirse en un terreno
antes desconocido y ni siquiera vislumbrado por el empaque de la exposición y
el nudo.
El
paralelismo entre la lectura de una novela y el proceso psicoterapéutico podría
parecer infructuoso si no reflexionamos
en la escasa inocencia de la lectura de una novela: tanto el autor como
el lector se introducen a través del texto en terrenos de experiencia psíquica.
Pensar que la escritura y la lectura no cambian a las personas, es desconocer
el efecto psíquico que puede tener la cultura sobre el funcionalismo psíquico
de conjunto, así como los efectos oscuros pero existentes en negativo que la no
cultura ejerce sobre la misma. La cultura no es, pues, un terreno especulativo
y donde acontecen meras cuestiones imaginales y sin trascendencia sobre la vida
real. La vida real, ésa es la principal lección de Jung, acontece sobre la
entera psique, desde la entera psique: navega tanto en los antros de la
cotidianidad como en los horizontes de lo imaginado, soñado o buscado; hunde
sus raíces en el origen, como despliega sus alas hacia adelante, hacia el
futuro, hacia lo todavía no conocido. Y ese conjunto de experiencias y
vivencias son las que transporta precisamente la cultura, único referente de
las polaridades y, sobre todo, de las posibilidades de su discernimiento y
comprensión.
No estar
en la senda de un posicionamiento cultural, significaría no conocer en
profundidad eso que nos cuentan los pacientes sobre el malestar: aquella
transformación deseada e inalcanzable, sólo posible como una realización no
mediada por la conciencia, que se da en el delirio; el peso y la culpa de la
pérdida de algo quizá amado pero no reconocido, como en la depresión; el lastre
de la pérdida de toda proyectualidad y esperanza, frecuentísima en todos los
ámbitos de la psicopatología; el temor pánico de que en el inmediato futuro
vaya a suceder algo irreparable, como en la neurosis de ansia; o el miedo
indeterminado de un acontecer continuo de lo desconocido, de una inmensa e
impensable transformación de las cosas, sensación difusa y abstracta que
precede a la irrupción de las psicosis.
Los síntomas que la psique presenta cuando su
pulso fracasa en la tarea de pervivir de forma adecuada en el tiempo, se
distribuyen por igual en temáticas del pasado, del presente y del futuro. La
psique se mueve siempre con todos los tiempos verbales. La prudencia
aconseja pues que la psicoterapia empiece por el principio de su narratividad:
por el dolor, la psicopatología, el poner los pies en un territorio ya
acontecido o que está aconteciendo ante la inmediata conciencia. Pero la misma
prudencia nos induce a dejar que el diálogo se introduzca al cabo de un tiempo
en territorios de futuro, ponga a la prueba su prudencia a la hora de caminar y
dirigirse hacia un mundo de proyectos, puesto que de su conclusión o ausencia,
también quedarán afectadas las funciones psíquicas y el funcionalismo en su
conjunto.
De ahí que
la dimensión de la novela pueda servirnos de metáfora del lenguaje que es
prudente adoptar en la sede psicoterapéutica. Nuestras observaciones y
silencios, nuestras dudas o certidumbres (la certeza absoluta queda lejos de
cualquier pretensión realista), atravesarán el lenguaje dejando que brote en el
paciente un lenguaje ahora distinto, que debemos acoger hermenéuticamente
también en clave distinta. Se trata del lenguaje típico de las artes en general
y de buena parte de los expedientes de la cultura. Es el lenguaje que convoca
las funciones simbólica, creativa y metafórica, como funciones que reúnen a su
vez una cualidad intrapsíquica y una cualidad dialógica.
En la fase
del horizonte simbólico, el diálogo psíquico va a poner en juego un lenguaje
que conduce al ejercicio de estas tres funciones. Y lo va a hacer pensando en
la eficacia terapéutica, es decir, que no es ésta una fase sólo especulativa,
sino también pragmática. Sobre la eficacia simbólica, el mismo Jung y otros
posjunguianos (Mario Trevi, Amedeo Ruberto, Maria Ilena Marozza) nos han
comentado muchas cosas interesantes. Sobre la eficacia de la creatividad y la
metáfora, otro posjunguiano (Ricardo Carretero) dedicó parte de su tesis
doctoral (1999) y un ensayo en el año 2000.
Para
aclararlo, nos serviremos de unas citas:
“Que
una cosa sea o no un símbolo depende sobre todo de la disposición de la
conciencia que observa: de la disposición, por ejemplo, de un intelecto que
considere el hecho dado no sólo como tal, sino también como expresión de
factores desconocidos.”
Una de las temáticas menos
estudiadas de Jung es la de la disposición de la conciencia. Como en esta cita
previa, entresacada del “Símbolo de la transformación de la misa”, Jung deja entender que el hecho
simbólico es un hecho necesariamente mediato de la conciencia. Es decir, el
símbolo no es sólo una expresión directa de material inconsciente, cuya energía
fuera suficiente para marcar la psique con el acontecimiento simbólico. Para
que un material sea “vivido” como simbólico, pues, es necesaria la
participación de la conciencia, una participación no pasiva, sino que se trata
más bien de una orientación general de la conciencia totalmente activa. Sin esa
disposición, no podemos abrirnos a la experiencia simbólica.
“Aunque
un símbolo puede decirse vivo sólo cuando es, aun para el que observa, la
expresión mejor y más elevada posible de algo presentido y todavía no conocido.
Sólo de esa manera éste provoca la participación inconsciente, y llega a
generar y a promover la vida.”
“La
mayor parte de mis pacientes ha agotado los recursos de su conciencia, lo que
equivale a la expresión inglesa: ‘I am stuck’, estoy bloqueado. Sobre todo por
ello estoy obligado a buscar nuevas vías, posibilidades escondidas; porque no
sé qué debo responder a la pregunta: ‘¿Qué me aconseja? ¿Qué debo hacer?’.
Tampoco yo lo sé. Sé sólo una cosa: que si mi conciencia no ve ya frente a sí
ninguna vía y por consiguiente se bloquea, mi psique inconsciente reaccionará a
esa insoportable parada.” (Clic aquí para pasar a 6/7.)
Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.
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