sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 5/7

Una vez encaminadas las vías del esclarecimiento, el encuentro, ya perfectamente instalado en una dimensión de comprensión de la situación psíquica que lo ha puesto en marcha (el dolor, la psicopatología, confesión y esclarecimiento, orden general e individual), suele encaminarse hacia terrenos de combinación de materiales psíquicos entre terapeuta y paciente con el ánimo de que algo nuevo acontezca. En definitiva, de poco serviría el confesar la problemática, e incluso esclarecer la naturaleza de su génesis y definición, si no pudiéramos pensar que de ello iba a derivarse una –aun mínima- transformación de la personalidad. En efecto, fruto de la confesión y el esclarecimiento, la psique va ensanchando su campo de conciencia con materiales provenientes de la reflexión, de la integración y de la asimilación. Ese ensanchamiento, que Jung denominó la educación psíquica y que nosotros podemos definir como fase del horizonte simbólico, es otra fase del lenguaje del diálogo sobre la cual recaen algunas reticencias.

Las reticencias de las que estamos hablando son siempre de preocupación por la influencia a la que el terapeuta puede someter al paciente. A nuestra manera de entender, en psicoterapia, como por ende en cualquier terapia o en cualquier arte, la prudencia y la gestión a cargo de la conciencia deben estar aseguradas. Eso es claro, así como debe encauzarse desde el principio el nivel sobre el que tenemos que modular el encuentro. Ese encuentro debe ser terapéutico, pero la psique no es un mero amasijo de órganos mal conocidos: participa de una permeabilidad y transformabilidad sin igual en el reino de la materia estable; aparece un complejo, se inerva energéticamente, desequilibra el conjunto, y la operación resultante es el aparecer de una transformación patológica. De la misma manera, desde el dolor (siempre desde él y hasta el final), podemos imaginar el proceso psicoterapéutico como un proceso que esclarece las dinámicas psíquicas y que, por lo tanto, puede restablecer los flujos de dinámicas intrapsíquicas antes sometidas e impedidas por el influjo del complejo cargado. El restablecimiento del funcionalismo psíquico se genera siempre en psicoterapia a través de una experiencia dolorosa, llamémosle fracaso, culpa, neurosis o delirio. El funcionalismo que vuelve a poder operar ya no va a hacerlo como si el dolor no hubiera existido nunca, sino precisamente a partir de él. Esa es la primera transformación. Si el encuentro sigue adelante, y sabemos que la transformación psíquica precisa, aparte del nivel de la conciencia, de un territorio sobre el que experimentar, bien podemos imaginar que la psique seguirá un camino de transformación ulterior gracias a la experiencia y puesta en marcha de ese funcionalismo restablecido si lo ponemos en relación a un territorio novedoso.

¿Cuál es la finalidad de esa segunda transformación? ¿Por qué no interrumpir la psicoterapia una vez llegado el esclarecimiento psicopatológico? Pues porque en el diálogo, a la psique le ocurre algo parecido a lo que le sucede a un lector que está enfrentándose a una novela. Después del comienzo, puestos el marco y la exposición de la trama narrativa, alcanzado pues el nudo, el lector quiere un desarrollo y un desenlace. Al lector, se diría, le apetece sorprenderse, le apetece alcanzar vivencias novedosas, aprender e introducirse en un terreno antes desconocido y ni siquiera vislumbrado por el empaque de la exposición y el nudo.

El paralelismo entre la lectura de una novela y el proceso psicoterapéutico podría parecer infructuoso si no reflexionamos  en la escasa inocencia de la lectura de una novela: tanto el autor como el lector se introducen a través del texto en terrenos de experiencia psíquica. Pensar que la escritura y la lectura no cambian a las personas, es desconocer el efecto psíquico que puede tener la cultura sobre el funcionalismo psíquico de conjunto, así como los efectos oscuros pero existentes en negativo que la no cultura ejerce sobre la misma. La cultura no es, pues, un terreno especulativo y donde acontecen meras cuestiones imaginales y sin trascendencia sobre la vida real. La vida real, ésa es la principal lección de Jung, acontece sobre la entera psique, desde la entera psique: navega tanto en los antros de la cotidianidad como en los horizontes de lo imaginado, soñado o buscado; hunde sus raíces en el origen, como despliega sus alas hacia adelante, hacia el futuro, hacia lo todavía no conocido. Y ese conjunto de experiencias y vivencias son las que transporta precisamente la cultura, único referente de las polaridades y, sobre todo, de las posibilidades de su discernimiento y comprensión.

No estar en la senda de un posicionamiento cultural, significaría no conocer en profundidad eso que nos cuentan los pacientes sobre el malestar: aquella transformación deseada e inalcanzable, sólo posible como una realización no mediada por la conciencia, que se da en el delirio; el peso y la culpa de la pérdida de algo quizá amado pero no reconocido, como en la depresión; el lastre de la pérdida de toda proyectualidad y esperanza, frecuentísima en todos los ámbitos de la psicopatología; el temor pánico de que en el inmediato futuro vaya a suceder algo irreparable, como en la neurosis de ansia; o el miedo indeterminado de un acontecer continuo de lo desconocido, de una inmensa e impensable transformación de las cosas, sensación difusa y abstracta que precede a la irrupción de las psicosis.

Los síntomas que la psique presenta cuando su pulso fracasa en la tarea de pervivir de forma adecuada en el tiempo, se distribuyen por igual en temáticas del pasado, del presente y del futuro. La psique se mueve siempre con todos los tiempos verbales. La prudencia aconseja pues que la psicoterapia empiece por el principio de su narratividad: por el dolor, la psicopatología, el poner los pies en un territorio ya acontecido o que está aconteciendo ante la inmediata conciencia. Pero la misma prudencia nos induce a dejar que el diálogo se introduzca al cabo de un tiempo en territorios de futuro, ponga a la prueba su prudencia a la hora de caminar y dirigirse hacia un mundo de proyectos, puesto que de su conclusión o ausencia, también quedarán afectadas las funciones psíquicas y el funcionalismo en su conjunto.

De ahí que la dimensión de la novela pueda servirnos de metáfora del lenguaje que es prudente adoptar en la sede psicoterapéutica. Nuestras observaciones y silencios, nuestras dudas o certidumbres (la certeza absoluta queda lejos de cualquier pretensión realista), atravesarán el lenguaje dejando que brote en el paciente un lenguaje ahora distinto, que debemos acoger hermenéuticamente también en clave distinta. Se trata del lenguaje típico de las artes en general y de buena parte de los expedientes de la cultura. Es el lenguaje que convoca las funciones simbólica, creativa y metafórica, como funciones que reúnen a su vez una cualidad intrapsíquica y una cualidad dialógica.

En la fase del horizonte simbólico, el diálogo psíquico va a poner en juego un lenguaje que conduce al ejercicio de estas tres funciones. Y lo va a hacer pensando en la eficacia terapéutica, es decir, que no es ésta una fase sólo especulativa, sino también pragmática. Sobre la eficacia simbólica, el mismo Jung y otros posjunguianos (Mario Trevi, Amedeo Ruberto, Maria Ilena Marozza) nos han comentado muchas cosas interesantes. Sobre la eficacia de la creatividad y la metáfora, otro posjunguiano (Ricardo Carretero) dedicó parte de su tesis doctoral (1999) y un ensayo en el año 2000.

Para aclararlo, nos serviremos de unas citas:

“Que una cosa sea o no un símbolo depende sobre todo de la disposición de la conciencia que observa: de la disposición, por ejemplo, de un intelecto que considere el hecho dado no sólo como tal, sino también como expresión de factores desconocidos. 

Una de las temáticas menos estudiadas de Jung es la de la disposición de la conciencia. Como en esta cita previa, entresacada del “Símbolo de la transformación  de la misa”, Jung deja entender que el hecho simbólico es un hecho necesariamente mediato de la conciencia. Es decir, el símbolo no es sólo una expresión directa de material inconsciente, cuya energía fuera suficiente para marcar la psique con el acontecimiento simbólico. Para que un material sea “vivido” como simbólico, pues, es necesaria la participación de la conciencia, una participación no pasiva, sino que se trata más bien de una orientación general de la conciencia totalmente activa. Sin esa disposición, no podemos abrirnos a la experiencia simbólica.

“Aunque un símbolo puede decirse vivo sólo cuando es, aun para el que observa, la expresión mejor y más elevada posible de algo presentido y todavía no conocido. Sólo de esa manera éste provoca la participación inconsciente, y llega a generar y a promover la vida.”

En esta otra cita de Jung, vemos la naturaleza premonitoria del símbolo, hija de la disposición consciente, pero que logra provocar la participación inconsciente precisamente por su carácter  intangible, al escaparse de lo ya conocido, y generar un arrastre que promueve la vida. Según esta definición, debemos considerar al símbolo como una especie de acontecimiento vital, como un fenómeno psíquico portador de vida en los términos de apertura del significado.

“La mayor parte de mis pacientes ha agotado los recursos de su conciencia, lo que equivale a la expresión inglesa: ‘I am stuck’, estoy bloqueado. Sobre todo por ello estoy obligado a buscar nuevas vías, posibilidades escondidas; porque no sé qué debo responder a la pregunta: ‘¿Qué me aconseja? ¿Qué debo hacer?’. Tampoco yo lo sé. Sé sólo una cosa: que si mi conciencia no ve ya frente a sí ninguna vía y por consiguiente se bloquea, mi psique inconsciente reaccionará a esa insoportable parada.” (Clic aquí para pasar a 6/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

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