sábado, 10 de mayo de 2014

El encuentro terapéutico 3/7

2. El encuentro y la psicopatología

“Lo que intentamos comprender es todo el ser en el mundo del paciente, en el sentido de acoger la oculta profundidad de la superficie.”
Ferdinando Barison  


Justo después del reconocimiento del dolor como elemento fundador del encuentro terapéutico, en su dimensión explícita o implícita a ambos lados de la relación, hay que decir que el encuentro, ese contacto entre psiques que ahí se da, hallará otra medida de su “terapeuticidad” en la visión psicopatológica con que se estructura.

Podemos decir que la psicopatología es aquella ciencia que, en su abrirse de continuo e inagotablemente al modo de ser del otro, al conjunto de sus vivencias, a la red de sus experiencias, combate con mayor firmeza esa tendencia a convertir el encuentro en un ars especulativa que reduce la psique del paciente a mera expresión del daño psíquico visto panorámicamente desde una visión general de lo patológico. En efecto, entendemos por psicopatología ese arduo caminar por el encuentro con el paciente con la clara intención de dar cabida a sus vivencias, de comprender tanto la génesis de sus experiencias como esa particular modalidad en que son leídas desde el interior.

Es obvio que estamos hablando de una psicopatología basada en recoger lo individual y lo particular del ser mismo del paciente, de un ir a su encuentro para comprenderlo en su unicidad. Estamos hablando de la tradición psicopatológica que toma inicio con Jaspers y  llega hasta nuestros días, enraizada en esa búsqueda de no reducir la esencia de los pacientes a meras expresiones de clasificaciones generales entresacadas de la especulación.

Con esto no queremos decir que sean abominables las interminables nosografías de tipo psiquiátrico. En ocasiones, esas pueden servir a la comunicación general entre terapeutas o para investigar determinadas vertientes tipológicas o para establecer comparaciones entre unos y otros, o incluso para comprender lo único desde la escala de lo general. Es decir, sin lugar a dudas cada clasificación nosológica significa una apertura al modo de comprender de quien las determina,  iluminando de tanto en cuanto aspectos desconocidos o desatendidos de la psique de los pacientes y organizando las facetas intuitivas de los terapeutas que las construyen. Todo ello puede resultar importante como bagaje cultural del terapeuta, como escucha de esas otras escuchas basadas en la nosografía.

Pero esas clasificaciones no pueden servir de atajo para favorecer el encuentro. Ninguna reducción del otro ha facilitado nunca el encuentro verdadero con él. Y si surge un encontronazo, porque el paciente interpreta que se le atosiga con un ánimo reduccionista, en lugar de soslayar la mirada y citar la famosa resistencia, como si esto esquivase nuestra responsabilidad, habríamos de preguntarnos si esa resistencia no sea, en primer lugar, legítima,  plasmando la psique su capacidad de lucha por lograr la plena expresión y el pleno respeto de la circunstancia interior y, en segundo lugar, si ésta no sea incluso pertinente, pues una psique que deja abatir su verdad (su modo particular de ser en el mundo) sin oponer resistencia, para transformarse luego en simple parte de una Verdad incontestable (la aportada por el modelo general que reduce la experiencia de lo individual), puede ser que definitivamente se esté encaminando hacia la alineación y el desempeño.

La psicopatología, entonces, no debe alejarse nunca de la dimensión individual, a pesar de merodear una y otra vez en la dimensión general, sirviéndose de ésta para lograr el justo intercambio comunicativo. Se trata de no lanzar miradas estáticas, del tipo de cómo obtener un rápido diagnóstico, sino más bien dinámicas, abiertas, progresivas. La auténtica psicopatología no juzga el estado psíquico, como si la psique fuera y hubiera sido siempre una suerte de reloj parado, sino que observa e intenta comprender los entresijos dinámicos del dolor, cuándo apareció por ver primera, cómo afecta a las vivencias actuales, de qué manera podría suponerse una transformación de sentido que aligerase su peso y su vigencia. El obtener un diagnóstico sin fisuras ni matices, pues, no puede considerarse una meta compatible con el buen entendimiento con el otro, lo cual es la muestra de estar bien dispuestos al encuentro terapéutico. La unicidad e irrepetibilidad del otro obliga a una mirada más prudente que la del diagnóstico definitivo, de la misma manera que el posicionamiento de la psique en el tiempo precisa de una mirada continua y progresiva,  de alguna manera provisional, siempre abierta a una nueva vivencia o a una variación en la dinámica psíquica.

Nos lo aclara Mario Trevi, una de las voces críticas más iluminantes del mundo junguiano, en “Discusiones y principios de terapia de inspiración junguiana” (2000):   “En realidad, él  [el psicoterapeuta]  debería, de vez en cuando, saber suspender todo modelo ya elaborado y disponerse, frente al sufrimiento psíquico, en un estado de incondicional apertura. Se trata de la apelación al socrático saber que no se  sabe al que recurre el mejor Jung, el Jung fiel a sus premisas problematicistas. Bien mirado, es precisamente esta condición de apertura que ha permitido la elaboración  de tantos modelos distintos y que continuamente se diversifican en la psicología profunda de nuestro siglo. Pero también la condición de apertura (y de ignorancia inicial) tiene un límite: todo psicoterapeuta debe reconocer que tiene que apelarse a algún punto, a algún esquema interpretativo, aunque sea dúctil, cuya tarea es la de constituirle en su acercamiento al otro. No podemos eliminar del todo la pre-comprensión o el pre-juicio, en el sentido que la hermenéutica, la teoría de la interpretación, le atribuye a estos conceptos.  Pero lo que podemos hacer es tomar las distancias de la pre-comprensión y del pre-juicio, esto es, hacer uso de ellos y contemporáneamente relativizarlos. La sabiduría práctica (lo que los Griegos llamarían la phrónesis) reside en volver relativa la perspectiva, es decir, en tener siempre presente que, más allá de ella, existen multíplices perspectivas distintas.”

Se trata, entonces, de usar una visión psicopatológica donde el otro pueda incorporar su voz, el relato y sus silencios alrededor de cuanto le aqueja, y donde el terapeuta haga un uso responsable y relativo de sus conocimientos generales, más como apertura a la comprensión que como síntesis final de la experiencia del otro. De esa manera, el ars especulativa (los esquemas y sistemas psicopatológicos) ejerce una perfecta circularidad con el ars empírica, donde el acontecer de lo único e irrepetible, encuentra libre camino para desplegar su expresión y su impresión. Esa circularidad se manifiesta cuando ambas artes se relacionan según un modelo de límite y de complementariedad, cuando no sólo no se niegan una a la otra, sino que se supeditan y se detienen cuando las necesidades de la otra  así lo dictamina.

Es como si existieran dos extremos que confieren importancia por igual a la psicopatología. El extremo de lo general, del orden, de los esquemas y de las sistematizaciones nosográficas; y el extremo de lo individual, de lo novedoso, de lo que se sustrae y sorprende a lo general con la irrupción de su unicidad e irrepetibilidad a través de los fenómenos psíquicos, a través de vivencias particulares que unifican el sustrato de la personalidad. Nosografía y fenomenología, pues, son las dos derivaciones de la ciencia psicopatológica, ciencia que es tal porque abarca ambas derivaciones y porque ninguna de ellas ha logrado deshacerse de la otra ni es presumible que así suceda en el futuro.

Se seguirá hablando de patologías, de psicosis, de esquizofrenia, de neurosis o de otros cuadros, pero frente al encuentro terapéutico, ninguna de esas denominaciones podrá nunca pretender acortar siquiera de un milímetro la compleja red fenoménica que toma vida en la singularidad del individuo. Es en ese individuo donde pueden descubrirse nexos con otras unidades, la importancia de las relaciones, el tejido familiar y antropológico, a veces también histórico, que acompaña la insurgencia del malestar, del dolor y el sufrimiento, pero también la insurgencia de una determinada personalidad, con sus proyectos, con su formar de afrontar las experiencias, con esa particular “sintaxis” que une lo sano y lo patológico, y que distribuye, según un orden subjetivo, determinadas vivencias en el terreno de lo sano y los elementos que componen el terreno patológico. Pero para hablar de individuo debemos atender a toda su inabarcable complejidad, debemos estar sin ánimo restrictivo a la escucha de todo lo que nos relata y sugiere.

Lo que sin duda es cierto es que una visión psicopatológica equilibrada entre sus dos vertientes, favorece el encuentro terapéutico, avanzando según una andadura donde el rigor especulativo no desestima los deberes de la justa empatía, empatía que conduce al terapeuta al encuentro del paciente con el interés y la curiosidad que supone el contactar con lo irreductible. (Clic aquí para pasar a 4/7.)


Autora: Dra. Guadalupe de la Cruz M.
Infórmate sobre su próxima conferencia: La Pérdida en la Psicología Analítica.

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